En el ir y venir a veces se complica
mirar hacia adentro. Seguir las propias pisadas y encontrar un
sustento que vaya más allá de mi trajinar diario, de mis dos
amores. Un día me propuse vivir por ellos y aquí estoy, haciendo
eso. Pero rara vez llega el punto, este punto en el que estoy en este
preciso momento, en el que comienzo a preguntarme quién soy y ni
siquiera hacia dónde me dirijo, sino en dónde me encuentro ubicada.
El silencio de la casa, cuando no están
ellos, me derrota, me deja conmigo a solas, como sucede pocas veces.
Y no encuentro sustento para mis días ni mis noches cuando me invade
la sensación de inseguridad, como si no fuera yo la que cuida de
ellos, como si no fuera que algún día he sido yo la que les ha dado
la vida. Son ellos, siempre y a cada momento que pasa los que me dan
la vida. Y me aterroriza la idea de no tenerlos conmigo al llegar a
casa algún día.
Me miro en el espejo y no soy la misma
cuando mi imagen se refleja sola. Me observo en las penumbras, en un
vacío profundo que me quita el hambre, el sueño. La verdad es que
no me puedo pensar sin mis hijos porque me he vuelto dependiente de
ellos, a pesar de que van creciendo y teniendo cada uno sus tiempos
sin mí.
Mi estado de vulnerabilidad me asusta
de vez en cuando, pero no persiste demasiado tiempo. Me consuela el
calor de hogar que han inventado para mí, los juguetes con los que
me tropiezo en el camino de la habitación al baño.
Quiero congelar el tiempo, o no. Quiero
dejar de conformarme con lo que tengo y suspender en el tiempo mis
fuerzas, dejar de necesitarlas. Recurrir a un abrazo eterno en el que
se funda mi felicidad con la de alguien más, pero también el miedo.